14 julio 2012

Cambio de piel


Gabriel Magalhâes
“Los horizontes actuales ya no se pueden dominar desde el ventanuco de cada país. Y eso también vale para el balcón portugués y para la plaza mayor hispánica. Por supuesto, hay excepciones: los ingleses se han refugiado bajo las faldas de su reina, celebrándole una regata que es todo un regreso al líquido amniótico”

Las naciones que tenemos en el alma se mueven, como si las culturas patinaran en nuestro interior. Uno puede nacer en un pueblo de la castellana Zamora y acabar en Zumarraga, con chapela y un hijo más o menos abertzale. Las patrias son cuentos de hadas que contamos a nosotros mismos. Y a veces se cambia de libro a lo largo de la vida, como les ocurrió a esos emigrantes que se olvidaban de sus gnomos europeos para enamorarse de la Estatua de la Libertad, nuevo genio de la lámpara de sus biografías. Nada más fuerte, nada más frágil que un país.

Cuando Portugal surgió a lo largo del siglo XII (qué viejos somos ya), la inmensa mayoría de esos primeros lusitanos no sabían que eran portugueses. Se limitaban a obedecer al noble con quien mantenían lazos de vasallaje. Nuestro país nació, pues, como una conspiración de élites: la gente fue descubriendo que era portuguesa muy poco a poco. Y lo que iban sabiendo en realidad se iba inventando. Solo a lo largo del siglo XIV el sentimiento nacional cuajó en la mayoría de la población.

Algo de eso está ocurriendo en Europa. Estamos cambiando de cuento de hadas. A Rajoy ya no le sirve de mucho el Cid Campeador, y lo canjearía tal vez por un buen banquero nibelungo. Y lo mismo le pasa a Monti, que daría quizá a Garibaldi a cambio de unas cuentas cartesianas, que evitaran el derrumbe del Coliseo romano. En este inicio de siglo XXI, casi todos tenemos en nuestro viejo continente dos espíritus dentro de nuestra alma: uno, que es el de nuestro país, y otro que es el de Europa.

La noche del pasado 17 de junio, entre celebrar el paso de la selección portuguesa a cuartos de final de la Eurocopa o festejar el resultado de las elecciones helénicas, no dudé: mi alegría voló hacia Grecia y floté espiritualmente sobre el Partenón. Creo que el voto de ese país acurrucado en la austeridad germánica fue pragmático, cierto, pero con un punto de idealismo: el 30% del partido vencedor recuerda a los 300 de las Termópilas.

En Portugal, tenemos en este momento un buen gobierno. Passos Coelho, el primer ministro, es un tipo serio, quizá demasiado sincero: declaró que, para salir de la crisis, tendríamos que empobrecer. Una afirmación que quedará para la historia, porque enunció lo que todos en Europa callan. Personalmente, prefiero estos puñetazos verbales al carnaval veneciano del cinismo. Nuestro gabinete cuenta con buenos ministros, en particular con un magnífico titularde Hacienda, Vítor Gaspar.

Todos ellos suelen usar banderitas portuguesas en las solapas de las chaquetas. Pero les aseguro que, si hubiera una insignia de la Unión Europea que fuera una verdad del corazón, la pondrían en la otra solapa. En Europa, estamos cambiando de piel. Fuimos muchos los que, en las pasadas elecciones francesas, vimos el debate entre Hollande y Sarkozy como si fuese cosa nuestra. Pero, por supuesto, ninguno de los candidatos nos hizo caso y se dedicaron a discutir problemas de la aldea de Astérix. Cuando decían “la France”, la boca se les llenaba de dulces caramelos.

Es una pena que nadie dirija políticamente esta pulsión europea de la ciudadanía. Al contrario de lo que se suele decir, no se trata de que los países más pequeños deseemos que nos paguen el bienestar. Es otra cosa. En el fondo, estamos algo cansados del callejón sin salida de nuestras nacionalidades. Sabemos que los horizontes actuales ya no se pueden dominar desde el ventanuco de cada país. Y eso también vale para el balcón portugués y para la plaza mayor hispánica. Por supuesto, hay excepciones: los ingleses se han refugiado bajo las faldas de su reina, celebrándole una regata que es todo un regreso al líquido amniótico británico. No obstante, otros buscamos algo nuevo.

¿Cuánto tendremos que esperar para que surjan líderes con la valentía de salirse de sus casillas nacionales? Por ahora, la sonrisa de sacristán de Hollande no resulta muy inspiradora. Quizá la verdadera palanca sean los alemanes, cuando comprendan que no tendrán que construir Europa a golpe de talonario. Alemania es, en su versión más moderna, un país joven: creo que les falta descubrir que su destino histórico no era la guerra ni la unidad nacional, sino la genialidad de un pacto continental que está a su alcance. En Grecia, en Irlanda, en Portugal, en España se hacen sacrificios durísimos, y ello se basa en la fe en Europa.

Un gran dolor recorre el continente: la agonía de un parto nacional complicado, que se está haciendo con poca epidural. Es una pena que falten dirigentes para este nacimiento. Y faltan porque el discurso de Europa tiene que poseer un vuelo cultural y espiritual que vaya más allá de la Torre de Babel financiera del euro: el diccionario de ese viejo vocabulario del alma ya no lo dominan los actuales líderes del continente.

Gabriel Magalhâes
‘La Vanguardia’, 13 julio 2012

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